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El largo recorrido de los derechos de la naturaleza
Eduardo Gudynas
ALAI AMLATINA, 25/10/2012.-
Frente al bosque
¿Cómo entender un bosque? Algunos dirán que es un conjunto de árboles.
Otros agregarán que no son solamente árboles, porque también se
encuentran helechos, orquídeas, arbustos y muchas otras especies
vegetales. Algunos dirán que los animales, sean pequeños como
escarabajos o sapos, o grandes, como tapires o jaguares, también son
parte de ese ambiente, y que sin ellos no estamos frente a un verdadero
bosque. De esta manera un bosque se entiende, e incluso se siente, a
partir de la vida que éste cobija. El bosque es ese conjunto de
elementos, pero también es más que un simple agregado, e incluso habrá
quienes afirmarán que puede expresar sus humores, enojándose o
aquietándose. Bajo esta mirada, el bosque tiene atributos propios, que
son independientemente de la utilidad o de las opiniones que nosotros,
humanos, pudiéramos tener. Es en esta sensibilidad donde se encuentran
las raíces de los derechos de la Naturaleza.
En efecto, cuando se admite ese tipo de derechos inmediatamente se
reconoce que el ambiente, sea ese bosque o cualquier otro, posee valores
que le son propios e independientes de los humanos; también conocidos
como "valores intrínsecos". Se rompe con la postura clásica por la cual
sólo las personas son capaces de otorgar valoraciones, y por lo tanto la
Naturaleza está encadenada a ser un objeto de derecho.
La mirada que reconoce al ambiente con sus valores propios está muy
cercana a lo que podría llamarse el sentido común. Pero esa sensibilidad
ha sido manipulada y transformada desde hace mucho tiempo. El bosque fue
apartado de nuestra cercanía, colocándolo más allá del mundo de los
humanos; después fue fragmentado en distintos componentes que
permitieran ser manipulados; y más recientemente fue mercantilizado. En
efecto, bajo el desarrollo convencional, el bosque, como conjunto de
vida entrelazado, fue suplantado por un conjunto desarticulado de
recursos naturales, o bien se convirtió en proveedor de bienes y
servicios ecosistémicos.
La alta tasa de apropiación de recursos naturales que sostiene el
crecimiento económico latinoamericano solo es posible después de ese
desmembramiento. Para poder tolerar esas amputaciones en la Naturaleza,
es necesario alejarla y entenderla como un mero agregado de recursos a
ser aprovechados. Esta es la postura hoy prevaleciente, donde los
bosques ya no tienen valores en sí mismos, sino que éstos son asignados
por los humanos. Eso es lo que sucede cuando, por ejemplo, el árbol se
desvanece y es reemplazado por la idea de "cinco pies cúbicos de madera,
que valen cien dólares".
Por supuesto que una Naturaleza-objeto está a tono cono la petulancia
humana. Los bosques sólo serán importantes si son útiles, y esto ocurre
cuando proveen materias primas, o pueden ser protegidos por mecanismos
de mercado que sean rentables. En cambio, si se aceptan los valores
intrínsecos, el ser humano es sólo uno más en el ambiente, abandonando
su sitial privilegiado.
Dos perspectivas éticas
Considerando que la ética es el terreno en el cual se discuten distintas
formas de valoración, está claro que enfrentamos dos posturas muy
distintas: una insiste en que solamente los seres humanos son capaces de
otorgar valores, y por lo tanto lo no-humano siempre será, y sólo podrá
ser, sujeto de valor. Otra reconoce los valores intrínsecos, donde éstos
son independientes y permanecen más allá de las personas. La primera
debe ser entendida como una forma de antropocentrismo, en tanto el ser
humano es el origen de toda valuación; la segunda corresponde a un
biocentrismo, ya que su énfasis está en todas las formas de vida.
Estas dos perspectivas han estado una y otra vez en tensión, por lo
menos en los últimos ciento cincuenta años. En más de una ocasión han
logrado emerger las miradas que defienden los valores intrínsecos, pero
por ahora no han conseguido imponerse.
Los primeros casos se encuentran a fines del siglo XIX y comienzos del
siglo XX, y entre ellos se destaca Henry David Thoreau. Además de
promover la desobediencia civil, su estancia a las orillas del Lago
Walden (Estados Unidos), entre 1845 y 1849, desembocó en unas exquisitas
reflexiones sobre su intensa compenetración con la Naturaleza. Tiempo
después, John Muir lanza en 1897 sus campañas para la instalación de
áreas protegidas apelando a su belleza y otros valores, una postura que
se oponía a la conservación utilitarista liderada por Glifford Pinchot.
Con esto queda en claro un hecho importante: la postura utilitarista
también puede estar interesada en conservar el ambiente. Aunque en
algunos casos puede hacerlo por una preocupación moral, por ejemplo
compasión hacia las ballenas u osos panda, en realidad su foco está en
la utilidad real o potencial de la Naturaleza, y sus medidas de
protección son necesarias para asegurar la funcionalidad de las
economías. Aquí no hay un lugar para los derechos de la Naturaleza, sino
que priman criterios de eficiencia, gestión técnica y aprovechamiento.
La otra perspectiva, en cambio, se basa en los valores propios que se
encuentran en la Naturaleza. A fines del siglo XIX, ese tipo de
sensibilidad era criticada como romántica o trascendentalista. Su
propósito era proteger lo que nos rodea, no por razones utilitaristas,
sino por su defensa de la vida.
En forma independiente a aquellos debates que desde Estados Unidos se
expandían a otros países del norte, en América del Sur también hubo
algunos ejemplos tempranos. En el Brasil del siglo XIX tuvo lugar una
temprana conservación utilitarista, alarmada porque en la extracción
forestal mucho se desperdiciaba. Pero también encontramos la otra
postura. El mejor ejemplo es el escritor boliviano Manuel Céspedes
Anzoleaga, conocido por su seudónimo Man Césped. Este pionero
consideraba que la tierra no debía tener dueños, y defendía la vida más
allá de cualquier utilitarismo. Cuando escribía, por ejemplo, que "toda
planta es una vida fácil y bella, cuya rusticidad no debe ser motivo de
indeferencia o maltrato", sin duda estaba reconociendo los valores
intrínsecos.
Avances y retrocesos
Aquellas primeras posturas biocéntricas se apagaron poco a poco.
Retornan al primer plano en la década de 1940, gracias a Aldo Leopold.
Aunque fue muy conocido por ser ingeniero forestal, y uno de los
fundadores del llamado "manejo de vida silvestre" (una perspectiva casi
tecnológica de gestionar la fauna), Leopold cambió sustancialmente. Esto
se debió a circunstancias tales como un viaje a México entre 1936-37,
donde observó las interacciones entre campesinos e indígenas con los
bosques, o el reconocimiento de los impactos negativos de la
intensificación agrícola. Leopold terminó rompiendo con la petulancia de
una gestión propia de los ingenieros y pasó a ser un promotor de lo que
llamaba "ética de la tierra".
Leopold defendió las intervenciones mínimas en el ambiente, donde los
humanos debían adaptarse a los ecosistemas. Los criterios de qué es
correcto o incorrecto se determinaban desde la Naturaleza; aquello que
servía para protegerla era bueno. Esta es una ética que, según Leopold,
sólo es posible desde el amor, respeto y admiración con la Naturaleza.
Pero a pesar de este empuje, sus ideas casi cayeron en el olvido.
La mirada biocéntrica retornó en la década de 1980, y desde varios
frentes. Por un lado, las ideas de Leopold se articularon a la llamada
"ecología profunda", una corriente que reconoce los valores intrínsecos,
y los coloca en una plataforma ética más amplia. Su principal exponente
fue el filósofo noruego Arne Naess.
Paralelamente, entre los practicantes de la conservación surgió un nuevo
agrupamiento que reclamaba acciones militantes más enérgicas,
fundamentadas tanto en la ciencia como en una ética biocéntrica. Esta
postura, conocida como "biología de la conservación", defendía que la
Naturaleza poseía valores en sí misma (específicamente en el sentido de
la ecología profunda de Naess).
Por si fuera poco, algo muy obvio se puso sobre la mesa: el
reconocimiento de los valores propios no era un invento occidental, sino
que estaba presente en muchos pueblos indígenas. Esa postura podría
recibir otros nombres o expresarse de manera diversa, pero correspondía
a posturas biocéntricas. Se rescataron muchos ejemplos, y se tejieron
nuevas alianzas entre ambientalistas, conservacionistas y las
organizaciones indígenas.
Pero a pesar de este nuevo empuje, una vez más la mirada biocéntrica
quedó en segundo plano, opacada por la avalancha de una gestión
ambiental cada vez más mercantilizada. Precisamente en esos años
comenzaron a desarrollarse nuevos instrumentos económicos, como los
pagos por bienes y servicios ambientales, los que sólo son posibles bajo
una ética utilitarista.
El ejemplo andino
La renovación política que ocurrió en los últimos años en los países
andinos, y la creciente preocupación por problemas ambientales, tanto
locales como globales, explican la más reciente reaparición de la ética
biocéntrica. El ejemplo más contundente se encuentra en la aprobación de
los derechos de la Naturaleza en la nueva Constitución de Ecuador de 2008.
El proceso ecuatoriano tiene una importante cuota de autonomía, con
aportes sustanciales desde los movimientos sociales, y eso posiblemente
explica varias de sus particularidades. El texto constitucional es muy
claro, tanto en reconocer a la Naturaleza como sujeto, como en
redefinirla en forma ampliada y en clave intercultural, al incorporar la
categoría Pachamama. Da otro paso novedoso, al indicar que la
restauración de los ambientes degradados también es un derecho de la
Naturaleza.
Esta nueva formulación permite señalar otra particularidad clave. Los
derechos de la Naturaleza son siempre los de una Naturaleza localizada,
arraigada en un territorio. Son propios de ambientes concretos, como
pueden ser la cuenca de un río, el páramo andino o en las praderas del
sur. Esta particularidad siempre se la debe tener presente para saberla
diferenciar de otras propuestas que pueden asemejarse, pero que en
realidad son muy distintas, como son las invocaciones que hacen voceros
del gobierno boliviano a los derechos de la Madre Tierra.
Sin duda que ese llamado puede mover a adhesiones, ya que está asociado
a una crítica al capitalismo, lo que es comprensible y necesario. Pero
un examen atento muestra que, en realidad, la postura boliviana se
enfocaba en unos derechos a escala planetaria. Esta es una diferencia
sustancial, ya que no son lo mismo los derechos de la Naturaleza que los
derechos del planeta o de la biósfera. Tampoco son iguales las
implicancias políticas, ya que se pueden salvaguardar funcionalidades
ecológicas globales mientras se destruyen nuestros ambientes locales.
Los nuevos avances en los derechos de la Naturaleza vuelven a estar, una
vez más, amenazados por la mirada utilitarista convencional. La
insistencia en una "economía verde" para relanzar la globalización es un
claro ejemplo. Frente a esta situación, la respuesta sigue estando en
volver a aprender a mirar el bosque como un igual, donde la vida que
alberga es un valor en sí mismo, y es nuestro compromiso asegurar su
supervivencia.
- Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latino Americano de
Ecología Social (CLAES), Montevideo.
* Este texto es parte de la revista América Latina en Movimiento No.479,
en coedición con la Coordinadora Andina de Organizaciones Indígenas,
CAOI, sobre el tema "El horizonte de los derechos de la naturaleza"
(http://alainet.org/publica/479.phtml)
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