La izquierda marrón
Eduardo Gudynas
ALAI AMLATINA, 02/03/2012.- Está quedando en claro que para los
gobiernos progresistas o de la nueva izquierda, las cuestiones
ambientales se han convertido en un flanco de serias contradicciones. El
decidido apoyo al extractivismo para alimentar el crecimiento económico,
está agravando los impactos ambientales, desencadena serias protestas
sociales, y perpetúa la subordinación de ser proveedores de materias
primas para la globalización. Se rompe el diálogo con el movimiento
verde, y se cae en una izquierda cada vez menos roja porque se vuelve
marrón.
Una rápida mirada a los países bajo gobiernos progresistas muestra que
en todos ellos hay conflictos ambientales en curso. Es impactante que
esto no sea una excepción, sino que se ha convertido en una regla en
toda América del Sur. Por ejemplo, en estos momentos hay protestas
frente al extractivismo minero o petrolero, no solo desde Argentina a
Venezuela, sino que incluso en Guyana, Suriname y Paraguay.
En Argentina se registran conflictos ciudadanos frente a la minería en
por lo menos 12 provincias; en Ecuador, la protesta local ante la
minería sigue creciendo; y en Bolivia, poco tiempo atrás finalizó una
marcha indígena en defensa de un parque nacional y ya se anuncia una
nueva movilización. En estos mismos países, los gobiernos progresistas
alientan el extractivismo, sea amparando a las empresas que lo hacen
(estatales, mixtas o privadas), ofreciendo facilidades de inversión o
reduciendo las exigencias ambientales. Los impactos sociales, económicos
y ambientales son minimizados. Los gobiernos en unos casos enfrentan la
protesta social, en otros la critican ácidamente, y en un giro más
reciente la criminalizan, y han llegado a reprimirlas.
La contradicción entre un desarrollo extractivista y el bienestar social
acaba de alcanzar un clímax en Perú. Allí, el gobierno de Ollanta Humala
decidió apoyar al gran proyecto minero de Conga, en Cajamarca, a pesar
de la generalizada resistencia local y la evidencia de sus impactos.
Esto generó una crisis en el seno del gabinete, la salida de muchos
militantes de izquierda del gobierno, y una fractura en su base política
de apoyo. El gobierno se alejó de la izquierda al decidir asegurar las
inversiones y el extractivismo.
Posiblemente el caso más dramático está ocurriendo en Uruguay, donde en
unos pocos meses, el gobierno de José Mujica está decididamente volcado
a cambiar la estructura productiva del país, para volverlo en minero. Se
propicia la megaminería de hierro, a pesar de la protesta ciudadana, sus
impactos ambientales y sus dudosas ventajas económicas. Paralelamente,
se acaba de aprobar un controvertido puente en una zona ecológica
destacada, cediendo a los pedidos de inversiones inmobiliarios, y por si
fuera poco, ahora amenaza con desmembrar el Ministerio del Ambiente. El
gobierno Mujica no está rompiendo promesas de compromiso ambiental, ya
que la coalición de izquierda es un caso atípico donde en su programa de
gobierno carece de una sección en esos temas, sino que deja en claro que
está dispuesto a sacrificar la Naturaleza para asegurar las inversiones
extranjeras.
Estos son sólo algunos ejemplos de las actuales contradicciones de los
gobiernos progresistas. Estas resultan de estrategias de desarrollo de
intensa apropiación de recursos naturales, donde se apuesta a los altos
precios de las materias primas en los mercados globales. Su
macroeconomía está enfocada en el crecimiento económico, atracción de
inversiones y promoción de exportaciones. Se busca que el Estado capte
parte de esa riqueza, para mantenerse a sí mismo, y financiar programas
de lucha contra la pobreza.
Bajo ese estilo de desarrollo, la izquierda gobernante no sabe muy bien
qué hacer con los temas ambientales. En algunos discursos presidenciales
se intercalan referencias ecológicas, aparece en capítulos de ciertos
planes de desarrollo, y hasta hay invocaciones a la Pacha Mama. Pero si
somos sinceros, deberá reconocerse que en general las exigencias
ambientales son percibidas como trabas a ese crecimiento económico, y
que por ellos se las considera un freno para la reproducción del aparato
estatal y la asistencia económica a los más necesitados. El progresismo
se siente más cómodo con medidas como las campañas para abandonar el
plástico o recambiar los focos de luz, pero se resiste a los controles
ambientales sobre inversores o exportadores.
Se llega a una gestión ambiental estatal debilitada porque no puede
hincarle el diente a los temas más urticantes. Es que muchos compañeros
de la vieja izquierda que ahora están en el gobierno, en el fondo siguen
soñando con las clásicas ideas del desarrollismo material, y están
convencidos que se deben exprimir al máximo las riquezas ecológicas del
continente. Los más veteranos, y en especial los caudillos, sienten que
el ambientalismo es un lujo que sólo se pueden dar los más ricos, y por
eso no es aplicable en América Latina hasta tanto no se supere la
pobreza. Tal vez algunos de esos líderes, como Lula o Mujica, llegaron
muy tarde a ocupar el gobierno, ya que esa perspectiva es insostenible
en pleno siglo XXI.
¿Estas contradicciones significan que estos gobiernos se volvieron
neoliberales? Por cierto que no, y es equivocado caer en reduccionismos
que llevan a calificarlos de esa manera. Siguen siendo gobiernos de
izquierda, ya que buscan recuperar el papel del Estado, expresan un
compromiso popular que esperan atender con políticas públicas y generar
cierto tipo de justicia social. Pero el problema es que han aceptado un
tipo de capitalismo de fuertes impactos ecológicos y sociales, donde
sólo son posibles algunos avances parciales. Más allá de las
intenciones, la insistencia en reducir la justicia social a pagar bonos
asistencialistas mensuales los ha sumido todavía más en la dependencia
de exportar materias primas. Es el sueño de un capitalismo benévolo.
Parecería que el progresismo gobernante sólo puede ser extractivista, y
que éste es el medio privilegiado para sostener al propio Estado y
enfrentar la crisis financiera internacional. Se está perdiendo la
capacidad para nuevas transformaciones, y la obsesión en retener los
gobiernos los hace temerosos y esquivos ante la crítica. Esta es una
izquierda al fin, pero de nuevo tipo, menos roja y mucho más
progresista, en el sentido de estar obsesionada con el progreso económico.
Este tipo de contradicciones explican el distanciamiento creciente con
ambientalistas y otros movimientos sociales, pero también alimentan la
generalización de una desilusión con la incapacidad del progresismo
gobernante en poder ir más allá de ese capitalismo benévolo. Muchos
recuerdan que en un pasado no muy distante, cuando varios de estos
actores estaban en la oposición, reclamaban por la protección de la
Naturaleza, monitoreaba el desempeño de los controles ambientales, y
apostaban a superar la dependencia en exportar materias primas. Esas
viejas alianzas rojo – verde, entre la izquierda y el ambientalismo, se
han perdido en prácticamente todos los países.
Llegados a este punto, es oportuno recodar que, desde la mirada
ambiental, se distingue entre los temas "verdes", enfocados en áreas
naturales o la protección de la biodiversidad, y la llamada agenda
"marrón", que debe lidiar con los residuos sólidos, los efluentes
industriales o las emisiones de gases. La mirada verde apunta a la
Naturaleza, mientras que la marrón debe enfrentar los impactos del
desarrollismo convencional.
Bajo este contexto, el progresismo gobernante en América del Sur se está
alejando de la izquierda roja y al obsesionarse cada vez más con el
progreso, se vuelve una "izquierda marrón". La "izquierda marrón" es la
que defiende el extractivismo o celebra los monocultivos. Frente a esa
deriva, la tarea inmediata no está en la renuncia, sino en proseguir las
transformaciones para que la izquierda sea tanto roja como verde.
- Eduardo Gudynas es investigador en CLAES (Centro Latino Americano de
Ecología Social).
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